Treinta seis tomas. Ni una más ni una menos. Treinta y seis cortes necesitó el director tailandés Nawapol Thamrongrattanarit para sorprender a público y crítica con 36 (2012), filme esteticista, iconoclasta y, cuando menos, estimulante, en el que la vida se abre paso a través de una treintena de escenas y de reflexiones. Un logro en absoluto baladí para una opera prima.
Estructurada con intertítulos que actúan a modo de bloques temáticos, el completo protagonismo de sus sesenta y ocho minutos de metraje lo concentra la cámara, una cámara sediciosa que, lejos de realizar su labor en la línea marcada por la historia del cine, rompe con el patrón y se imbuye en la quietud, con encuadres deliberadamente estáticos, ejerciendo de voyeur que observa a través de los quicios de la puerta, por entre los cristales, siempre lejos de una escena que contempla pero que no está a su alcance. Porque la acción en 36 es esquiva frente la cámara y ante el espectador, sus personajes no son interpretados sino que viven en ese universo que en ocasiones es diegético y que, en otras, está absolutamente fuera del cuadro. La cámara lo ignora, o parece ignorarlo, ya que su trayectoria no tiene como objeto perseguir a los actores, enfatizar su presencia ni su emoción, sino retratar el mundo y lo que sucede en él a pesar de los personajes. Como una metáfora de la vida real, el escenario y la mirada permanecen, son los individuos los que transitan haciendo uso del espacio acotado por un plano fijo.
Todo ello, que no deja de pertenecer al mundo de lo eminentemente formal, viene aderezado en manos de Thamrongrattnarit por una buena historia, una narración fuera de lo común que reflexiona acerca del pasado, de nuestro modo de recordarlo y de recrearlo una vez ha sucedido. Y esto se vuelve a llevar a cabo a través de una cámara, la que Sai (Koramit Vajrasthira), una directora de localizaciones, lleva siempre consigo para retratar los lugares que podrán servir para filmar películas. Decenas de cientos de fotografías se guardan en su memoria 嘉盛 prodigiosa y en la de sus discos duros, lugar virtual al que ha ido a parar todo el material recogido en los últimos años. Clasificados anualmente en dispositivos, archivos y carpetas, el orden impoluto de las imágenes tomadas contrasta con la realidad de su día a día, repleta de espacios desconcertantes y enmarañados. Sai es pulcra e inteligente, algo que llama la atención a un director de arte llamado Oom (Wanlop Rungkamjad), con quien comienza a trabajar en busca de una localización “con pasado” que transporte a un hotel del Vietnam en guerra.
Precisamente el tiempo pretérito hilará sus conversaciones acerca de la fotografía, de los usos digitales y del placer del cine rodado en película. Aunque no de forma tan patente como en el caso de Women (1939, George Cukor), el personaje masculino apenas es percibido por la cámara, la cual no alcanza a retratarle con nitidez, elección que Thamrongrattnarit hace con una doble justificación. Por un lado, por el propio talante de Oom, quien confiesa odiar ser retratado, lo cual no es óbice para que él mismo guste de fotografiar a sus congéneres con asiduidad. Por otro lado, porque el cineasta conoce el discurrir de 36, sabe que Oom tan solo será un episodio en la vida de Sai, dejando al espectador que recuerde del personaje apenas unas líneas deslavazadas, unos trazos inconclusos de una relación que no llega a prosperar.
Con una mente llena de recuerdos y una sola imagen de Oom, Sai pierde el acceso al contenido del disco duro en el que conserva la información de todo el año. Sin su trabajo de meses ni la fotografía que tomó de Oom, la joven sentirá que parte de su relación también se ha frustrado, malográndose el único recuerdo que conservaba de él. Será entonces cuando comience una lucha contra el tiempo y contra los elementos, acudiendo a Kai (Nottapon Boonprakob), un técnico que intentará devolverle la memoria perdida, un acto desesperado por recobrar un disco duro que se resiste a ser reparado.
Con un montaje en extremo sencillo pero de una profundidad inusitada, 36 nos propone un viaje en el que se rescata la aventura que supone vivir, recordar y desaparecer. A través de escasos minutos y encuadres dispares, en ocasiones abiertos pero otras muchas asfixiantes, los personajes de esta atípica producción desplegarán sus interrogantes filosóficos sin pretensiones o engreimientos, con pura curiosidad cotidiana e informal enmarcada en un omnipresente plano fijo. La plétora de encuadres con personajes de espaldas (recordemos la elocuencia y hermetismo de esta elección, en la línea de los postulados de Zach Prewitt), solo es contrarrestada por una decena de planos compuestos frente a un muro, un muro irresoluble que ejerce de metáfora de la situación existencial de la propia protagonista.
Una película bella en un sentido inusual, en absoluto irreverente aunque todo lo tenga de rompedora, que ofrece un viaje a través del tiempo y del cine que nadie se espera. Quizá porque la mayor aventura, tal como nos indica Thamrongrattanarit, sea la de intentar tener la vida que queremos vivir.
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