Habían sido unos días de larga espera antes de poder asistir al estreno de Armageddon Time de James Gray, y acababa de ver su Two lovers, o sus Noches blancas, director de la emoción sensible y un referente del cine clásico en nuestros días. Y entonces, se coló en mi mochila ese mismo Dostoyevski con sus páginas de Los hermanos Karamazov y vino a mi memoria, creo que fue en La Clave de J.L. Balbin, aquella «desbordante» película de Richard Brooks y sus adaptaciones literarias de Los Karamazov y de Lord Jim de Conrad.
En 1958 construye Brooks su épica y dramática película sobre la saga Karamazov. En el año de Gigi de Minnelli, se nos desliza la lágrima con estos hombres perdidos entre el amor y el odio, la verdad y la mentira; la moral y la ética.
Con un guion adaptado de los hermanos Epstein (los de Casablanca), pergeñado unos cuantos años antes, y un cambio significativo al desplazar de la novela al personaje de Ivan, en favor de un Dimitri más cinematográfico, transformado en la puesta en escena de un Yul Brynner en estado de gracia que parecía que aún no había abandonado su rey de Siam.
Acierto del director al descartar la opción de Marlon Brando y de Carroll Baker para los papeles protagonistas, porque el dueto Brynner y María Schell funciona a la perfección de la intensidad emocional, construcción de la actriz como una perfecta mujer fatal de la Rusia de finales del XIX, muy al estilo de Hollywood.
La fotografía de John Alton (Óscar por Un americano en Paris en 1952, y La brigada suicida de A. Mann) se pone al servicio de la dualidad del ser humano, entre la bondad y el egoísmo o el bien y el mal, traducido en unos encuadres lumínicos de enorme descripción narrativa, del claroscuro a la luminosidad de una carrera de caballos a pleno día; el retrato del alma de cada personaje vestido con la música de Bronislau Kaper (Óscar en 1954 por Lili).
Pero la presencia del director como gran conocedor del Método de Lee Strasberg, se hace patente en Lee J. Cobb, nominado por su trabajo como patriarca de los Karamazov y desplazado por un Burt Ives de Horizontes de Grandeza de W. Wyler. Brooks trabaja ese mismo año con otro actor del método, Paul Newman, en La Gata sobre el tejado de Zinc.
Cobb desarrolla la tensión dramática de la cinta como contrapunto a los actos venideros de su propia conducta. De ahí que el expresionismo, comicidad y rotundidad de su interpretación sea la mayor baza de Brooks en su adaptación. Es el contrapeso perfecto a las interpretaciones de los demás actores, ocupando cada escena en la que aparece y construyendo un universo clásico de fatalidad griega.
En algunos momentos de la película, la necesidad de redención de los personajes conduce al director al trazo sentimental, recordando en algunos momentos al maestro John Ford de Qué verde era mi valle o al mismo Douglas Sirk en los mejores momentos románticos de estos Karamazov que pasaron muy desapercibidos para la Academia del año 1958. Un adolescente que nos habla de la vergüenza y la dignidad, hombres que venden su honor por dinero, amantes perdidos en un trineo en la noche, veladas de desenfreno, un Dios que se busca pero que no se encuentra, la perfidia, celos, venganza, pecado y bondad… La pregunta a si es lícito matar, el derecho a amar y la decidida conclusión de la existencia del mal y por ello, del bien. Todo esto se sintetiza en la genial película de Brooks.
Una película que refleja a la perfección la idea de Aristoteles cuando dijo «el alma es aquello por lo que vivimos, sentimos y pensamos».
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