Tras un largo y duro año de trabajo incesante llegan las ansiadas vacaciones estivales. El destino de estas nos lleva a plantearnos diversas opciones y aunque tan solo sean posibles en nuestra imaginación, los parajes exóticos, evocadores que exudan escapismo y prometen una gran aventura suelen ser los más recurrentes en nuestra mente. Por su arte, por su siempre apasionante antigua civilización, Egipto es uno de los destinos predilectos. Sus rituales religiosos y sus conocimientos que aún en la actualidad suscitan diversas teorías, lo convierten en un lugar misterioso no solo predilecto para nuestras vacaciones, sino también para el cine, como inagotable fuente de arquetipos.
Uno de los habituales son las momias, un tipo de muerto viviente que si bien es habitual del género de terror como La momia de 1932 interpretada por Boris Karloff (Dir. Karl Freund), también puede venir empaquetado en forma de género de aventuras como en La momia de 1999 (Dir. Stephen Sommers) y sus excepcionales efectos visuales.
No obstante, pese al predominio de un género u otro, incluso el de la comedia como Adèle y el misterio de la momia (Dir. Luc Besson, 2010), todos estos muertos vivientes tienen pautas en común.
La preservación de unos cadáveres milenarios en un estado casi perfecto conlleva que esos ancestrales rituales y la oscuridad que contienen, en gran parte debida al desconocimiento de cómo realizaron sus logros, sean empleados en el ámbito cinematográfico para retornarlos a la vida.
Una antigua religión, ahora convertida en mitología, es capaz de insuflar vida en unos cuerpos aparentemente frágiles que, cuando vuelven a pisar la tierra se convierten en monstruos casi indestructibles, trayendo del Más Allá algo maléfico en su ser puesto que todo aquello que regresa de la muerte trae consigo algo malvado, a excepción de muertos resucitados en la religión católica.
La estética de este monstruo es deudora del gran trabajo de Jack Pierce, creador asimismo del Frankenstein también interpretado por Karloff y del inolvidable Drácula (1931) de Lugosi. El cine del siglo pasado está plagado de la iconografía de sus criaturas, por defecto en el siglo XXI continúa presente su influencia y recuerdo pese a fallecer en el olvido en los ’60.
Cuando unos muertos como las momias regresan de la tumba suele ser para saldar viejas cuentas, recuperar algo perdido y atormentar a la humanidad que se verá reducida a la nada bajo su indestructible poder. Es un Gran Mal al cual el héroe deberá destruir y, generalmente, lo consigue en el último momento, en el clímax de la acción.
Sin embargo, en ocasiones, el monstruo viene como ayuda benefactora para ayudar a la heroína como en el caso de Adèle.
Pero, salvo pequeñas excepciones todo muerto viviente encierra el mal en sí y tan solo un hechizo tan ancestral y poderoso como el que lo resucitó podrá devolverlo a su tumba y, es muy posible que, únicamente pueda ser hallado en ese idílico Egipto y en su Libro de los muertos. Un imaginario tan arraigado en nosotros que parece indispensable una visita al país para vivir algún tipo de aventura.
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