Título original: The French Dispatch (of the Liberty Kansas Evening Sun). Año: 2021. Duración: 108 minutos. País: Estados Unidos. Dirección: Wes Anderson Guion: Wes Anderson, basado en una historia de Wes Anderson, Roman Coppola, Hugo Guinness. Música: Alexandre Desplat. Fotografía: Robert D. Yeoman. Reparto: Benicio del Toro, Frances McDormand, Jeffrey Wright, Adrien Brody, Tilda Swinton, Timothée Chalamet, Léa Seydoux, Owen Wilson, Mathieu Amalric, Lyna Khoudri, Steve Park, Bill Murray, Saoirse Ronan. Producción: American Empirical Pictures, Indian Paintbrush, Studio Babelsberg. Distribuidora: Searchlight Pictures. Género: Comedia dramática, cine de periodismo. Estreno en España: 22 de octubre de 2021
Desmedida, hiperbólica, extravagante, fabulosa, excesiva, godardiana, variopinta, hipnótica, monumental, cacofónica. La nueva película de Wes Anderson no es una película, es casi un experimento que no solo rubrica sus magníficas competencias como técnico, sino que le sitúa a un paso por delante dentro del universo andersoniano. Nadie sino él podría haber firmado una cinta como The French Dispatch.
No es una película sencilla, ni tan siquiera abarcable sin altas dosis de atención, motivación y aun fanatismo por su obra, sin embargo, jamás algo tan disperso había concentrado tanto la pasión por el cine que despliega Wes Anderson.
La historia gira en torno a un periódico, The French Dispatch (of the Liberty Kansas Evening Sun, una cabecera de Kansas cuya redacción se sitúa en Ennui-sur-Blasé, una ciudad ficticia de Francia, desde donde narrarán los sucesos del país a sus suscriptores norteamericanos.
El periódico está capitaneado por Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray) un editor cuyo perfil fue adaptado del de Harold Ross, quien cofundó The New Yorker. Para Howitzer trabaja una plétora de periodistas cuya labor es entregar los trabajos que escriben sobre la vida francesa desde todas las perspectivas de las secciones periodísticas.
La redactora de cultura es JKL Berensen (Tilda Swinton), quien escribe sobre la figura de Moses Rosenthaler (Benicio del Toro), un artista cuya obra comienza en las clases de cerámica y cestería en prisión. Condenado por criminal y demente, Rosenthaler encuentra en Simone (Léa Seydoux), vigilante carcelaria, la inspiración para reiniciar su pintura abstracta. Sus posados desnuda no solo la convertirán en amante del preso, sino que termina siendo el epicentro de toda su obra. Será Julien Cadazio (Adrien Brody), un marchante de arte, quien presente al mundo a Moses, convirtiéndole en el artista vivo más valorado.
La sección de sociedad la conduce, literalmente y en bicicleta, Herbsaint Sazerac ( Owen Wilson), un escritor que se adentra en lo más profundo de una Francia envuelta en neorrealismo, con prostitución, ratas, cadáveres y niños desordenados a la salida de la iglesia.
Una de las firmas principales es la de Lucinda Krementz (Frances McDormand), magnífica escritora y periodista que alentará la revuelta estudiantil. Aunque un matrimonio amigo intenta sacarla de la soltería presentándole a Boris Schommers (Christoph Waltz), Lucinda encuentra en Zeffirelli (Timothée Chalamet), el jovencísimo hijo de sus amigos, su nuevo amante y el objetivo sobre el que escribir su reportaje: la revolución en manos de la juventud. Juliette (Lyna Khoudri), la virginal novia del chico, se opondrá en primera instancia a esta relación tan Masculino, Femenino (1966) de Godard.
Roebuck Wright (Jeffrey Wright) es el redactor gastronómico de memoria ‘tipográfica’ portentosa que, entrevistado por un locutor televisivo (Liev Schreiber) narrará una peregrina historia carcelaria con secuestro infantil mediante y un preso con confusión de identidad (Willem Dafoe) incluido.
Y todo ello sucede sin mencionar nombres propios como Elisabeth Moss, Edward Norton, Saoirse Ronan, Mathieu Amalric o incluso Anjelica Huston, en una trama alambicada, dispersa y fascinante de la que cuesta apartar la mirada.
Por supuesto, a ello contribuye no tanto su guion (explicativo en exceso y, en ocasiones, deslavazado), sino la fascinante fotografía de Robert D. Yeoman. A ella se le suma la siempre cuidada puesta en escena, los travelling, ya marca de la casa, y los planos arquitectónicos, suculentos y brillantes hasta la extenuación formal.
No me malinterpreten, La crónica francesa no es agotadora, todo lo contrario, posee una belleza desmedida que roza lo sublime, que desalienta el reposo y obliga a una mirada agónica a este festín de formalismo, nouvelle vague, surrealismo y teatralización, al que se suman una plétora de planos cenitales tremendamente alegóricos.
A pesar de su inconcebible suma de nombres, historias y desnudos femeninos del todo injustificados, hay algo en la composición de La crónica francesa que obliga a ver más y más. No será una obra maestra, pero, sin duda, sí es una obra de arte.
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