Es el año 1949 cuando Michael Curtiz nos coloca en escena a una bailarina de nombre Lane Bellamy, (Joan Crawford). Quizás uno de los melodramas más notables y desapercibidos de Warner, que tiene tintes de nostalgia de aquel Mildred Pierce del año 1945, y que en España se estrenó como Alma en Suplicio. Con una actriz carente de temores, Joan Crawford ha abandonado la Metro y casi a sus cuarenta años siente el aire del precipicio ante la atenta batuta de Jack L. Warner, pero lo mejor está por venir y ahí nos deja sus exploraciones en el melodrama de raíces negras, mujeres fatales y hombres ambiciosos en un entorno violento, alcohólico y destructor muy característico de la sociedad norte americana de posguerra.
En estos años cuarenta que se encaminan a las nuevas aperturas en la dirección de los estudios de cine, producción e incluso canon interpretativo en profundo cambio ante un incipiente año 1947 y la llegada del Método de Lee Strasberg, la actriz se reconvierte al fundido de un blanco y negro expresionista, de guiones ocultos en las sombras y pasiones secretas difíciles de desvelar. Así es esta película de Flamingo Road, donde la corrupción política tiene nombre de Club nocturno y apariencia de un faustico Sydney Greenstreet como Titus Semple, al servicio del orden y de la ley.
Pero el carácter más teológico de la cinta reside en un proceso de redención que se aleja del texto original para poder salvar el sello implacable del Código Hays, y así convertir a la heroína en una abnegada mujer resilente que sale triunfadora de la adversidad gracias a su propio coraje. Y es que las mujeres del cine negro americano son de una enorme heroicidad mítica que se aloja en los pliegues de su maldad, de esos abrigos cerrados y que se abren al espectador en un sensual canto en una sala de baile, o en la esquina de un boulevard de dibujo expresionista alemán, o ante el deseo de unos ojos encalados en un sombrero empapado que se confunde con una ociosa gabardina.
Quizás en la cinta de Michael Curtiz se funden todos estos elementos y potencian una fantasiosa historia que solo puede existir en la oscura sala de un cine que se mece bajo la partitura del siempre más que eficiente Max Steiner (Lo que el viento se llevó, 1938). Pero el realce formal y estilístico de la obra de Curtiz se ampara en la fisonomía oculta de la actriz, disoluta, deseable y que va apareciendo en el papel de gelatina de plata según la adversidad va bañando su cara.
Magnífico plano detalle de Ted D. McCord en su fotografía velada y existencial que nos dejó sus mejores huellas en producciones posteriores, El tesoro de Sierra Madre (1948) y El Trompetista (1950), del mismísimo Michael Curtiz, con un Kirk Douglas fundido en su silueta en las calles de New York, a la misma manera de sentir de la Crawford en su Humoresque del año 1946. Porque como dijera Tagore, “tu no ves lo que eres, sino su sombra” y ese es el cine negro dramático americano por excelencia. Todos sus personajes tienden a representar la sombra de lo que uno es. Desafiante y hermoso como el cuadro de Dorian Gray. El mismo personaje de Bruce Wayne en Batman nos define el alma mater de la cinta de Curtiz: “O mueres como un héroe o vives el tiempo para verte convertido en un villano”. Ese villano de Tatus que sube y baja las escaleras del club en una evocación de búsqueda dantiana.
Las mismas discusiones fuera de plato entre la actriz y la dureza del rodaje del director húngaro, marcaron una tensión dramática antes y después de la producción, pero la innegable fiereza cinematográfica de la actriz hizo que años después se realizara una audición radiofónica del filme. Nunca estuvo mejor la actriz que en aquellos maravillosos años de Warner, donde mujeres del carácter de ella y de Garbo estaban sucumbiendo ante la llegada de Lana Turner, Ava Gardner y la mítica destructiva Monroe que reinterpreta a Crawford en su durísima película de Niagara, desvalida, posesa y brutal al mismo tiempo. Cine en estado puro de la mano de las mujeres fatales del Hollywood clásico; Flamingo Road “un lugar donde alcanzar la cima sin darse cuenta que después de la cima no queda nada”.
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