Título original: Zimna Wojna. Reparto: Joanna Kulig, Tomasz Kot, Agata Kulesza, Borys Szyc, Cédric Kahn, Dirección: Pawel Pawlikowski. Guion: Pawel Pawlikowski, Janusz Glowacki, Jeanne Balibar, Adam Woronowicz, Adam Ferency, Adam Szyszkowski. Año: 2018. Duración: 88 minutos. País: Polonia. Fotografía: Lukasz Zal. Producción: MK2 Productions, Apocalypso Pictures, Film4, Opus Film, Protagonist, BFI Film Fund. Género: drama. Distribución: Golem
El propio director de la cinta se convierte en un filósofo existencial al elaborar su historia. Pawlikowski nos desvela su intención convertida en sentencia. “Ninguna sociedad ayuda al amor”. Amores difíciles de esos que menciona Eduardo Torres-Dulce en su espléndido libro.
Pero ya en Ida (2003), el autor polaco nos muestra el deambular del hombre desgajado en el blanco y negro, la luz clásica y el encuadre buscado dentro del objetivo de la propia cámara. Como si fotografiara el Yo interno del filme más que el ámbito descriptivo de la historia. Es un gabinete de gran psicoanalista, a la manera de un investigador de almas, que no cazador de ellas, donde los personajes se atormentan dentro de su propia configuración vital. Es, a la manera de Kierkegaard, el retratista de la angustia vital de seres humanos trazados desde su propia libertad: decidir amar. Y en ese retrato de femme fatale esbozado en algunas escenas de Cold War, la actriz Joanna Kulig es fiel servidora del filósofo danés: “¿Quién puede bajar los ojos como una mujer? ¿Y quién sabe alzarlos como ella?» Reminiscencias de la Lara de Doctor Zhivago y aquella maravillosa Julie Christie, Bafta a la mejor actriz en 1965 por Darling y, de alguna manera, Kulig da otra vuelta de tuerca en su ego interpretativo tras Las inocentes del año 2016.
Y es que el director polaco en Cold War revisa el simbolismo cinematográfico, a través de la fotografía, el encuadre y la interpretación de sus actores. Esa iglesia derruida atenta a los ojos de un fresco desvaído con ojos de redentor, al arranque y al epílogo de la película, como si la vida cerrara el círculo que desde el principio traza en la existencia. Los personajes se debaten entre la vida y ellos mismos y como dijera Fernando Pessoa “Entre la vida y yo hay un cristal tenue. Por más claramente que vea y comprenda la vida, no puedo tocarla”. Porque a ellos se les escapa la vida cual lánguida Ofelia flotando en el río, fotograma que el polaco nos regala en un guiño prerrafaelita. A ellos se les va el aliento entre elipse y elipse magistral del realizador, y de la luz crepuscular de ese vidrio que envuelve la vida y que es la cámara del director.
Pareciera que ha sacado a su actores de un ámbito eclipsado del cine clásico, de Fellini, de Bergman, de Dreyer, y los ha trasmutado en vivientes contemporáneos en ese viaje arropado por la música y las canciones y los ritmos que probablemente nos acompañaran siempre. Hasta el punto que como alarde expresionista nos mete la sombra del celuloide dentro de su película, como un personaje o actor más a la manera de Murnau.
Es en su concepción la simplificación de décadas de blanco y negro, donde el argumento shakesperiano se revela, sueño, traición, desesperación, concluyendo en una alegoría final mecida por una brisa que nos iguala a todos desde la concepción más panteísta que podemos alcanzar. Ironía de la paradoja al ofrecer más dosis de eternidad a él, porque simplemente es más corpulento. La eternidad medida en grado físico, grado de luz o corte en negro que nos da paso a otro plano, a otra experiencia vital intensa. Porque el amor de los protagonistas es más de Víctor Hugo que del propio director: “Es menos de la tierra y más de un cielo sin nubes”. El amor eterno. Ese amor que la sociedad convierte en difícil y que representa la propia vivencia biográfica de los padres del autor polaco.
Cold War, increíblemente ha unido a la crítica internacional. Monumental.
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