Título original: Le jour se lève.
Director: Marcel Carné.
Guión: Jacques Viot, Jacques Prévert.
Intérpretes: Jean Gabin, Arletty, Jules Berry.
Nacionalidad: Francia.
Género: Drama.
Marcel Carné (el autor de Los niños del paraíso) construye la evocación de una vida desde el retiro escondido de una habitación, encerrado frente al espejo, hablando solo, mirada a través de la ventana y oscuridad que da paso a una entrada en cuadro de los caballos, de una carrera y de un disparo en off. La extensa metáfora de un ser humano que se dispone a trotar en el circuito existencial y cuyo esfuerzo se periclita con un disparo. Y todo, ante el atento pensar de un ciego ambulante, en una escalera prófuga de las páginas de Dante y que me trae a la memoria aquella Historia de una escalera de mi querido Buero Vallejo. La muerte, el suicidio y un Jean Gabin tumbado sobre unos papeles de periódicos, atravesado por el ángulo picado de los “mirones”.
De espalda al espectador disparando a su propia indignación ante las pinceladas surrealistas que trazan los figurantes en la calle. Sus hábitos de aparente apariencia violenta y alcohólica contrastan con su espíritu tranquilo, así es François: “Pensar que ayer toda su vida era feliz” entre las flores y la fábrica, en una reminiscencia lejana de ese Proust En busca del tiempo perdido. Con la ironía social del ideario del trabajo como concepto de libertad y de salud.
Se mezcla la poesía del texto, “en qué piensas cuando me besas”, con el ensayo social de pérdida de libertades, con la infancia recurrente a través de un osito de peluche de ojos tristes y alegres al mismo tiempo, de la ensoñación con la Riviera francesa y la añoranza de una frase oída pero no aprendida: “Somos hombres libres”. Pero en definitiva, existe una acusada reivindicación de recuperar uno de los grandes mitos de la tradición clásica: Los paraísos perdidos. Y es que la idea del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz se manifiesta en el guión porque es largo el camino del amor y el gozo del mismo. François afirma con tristeza que “de tanto hablar de amor, se olvidan de hacerlo”. Frase resumida al final en el rostro reflejado sobre el cristal roto por las balas; mirada perdida y un anhelo: ¿Quién pudiera estar en alta mar? Y la memoria del personaje se disfraza con su pasado y con un futuro soñado aniquilando la misma.
Se produce entonces la idealización del caballero sin miedo, atrapado en sí mismo, por ello “cuando las cosas de la vida no van, se las empuja” y la verdad que surge de un pozo le hace ser consciente de su enamoramiento ante la puesta en escena atenta de un retrato de femme fatale a la manera americana de los años cuarenta, de planos picado de sol de invierno, de clasicismo lumínico que resalta el remordimiento y la fatalidad del amor en contraposición a la plasticidad de los amantes entre las flores, en el campo de la libertad. Surge así el mito de la Emma de Flaubert en esa búsqueda de la felicidad entre los tranvías que van pasando completos de gente, donde se traza una línea entre amor, felicidad, sufrimiento y dicha. Y la tragedia se desarrolla desde la incapacidad: “Por suerte no nos amamos”. Todas estas reflexiones que avocan a la desesperación del ser humano mentiroso y angustiado ante la vida están presentes de forma magistral en la cinta de Marcel Carné donde todo queda resumido en una breve sentencia: “La gente sencilla se enamora del amor”. Al despertar el día mantiene concomitancias con Un lugar en el sol, porque el anhelo es el mismo: ansiar un posible paraíso perdido, en el sol o en el Amanece.
Yo recuerdo al director en su momento de gloria en el año 1938 con El muelle de las brumas, o en 1953 con su Teresa Raquin (con Simone Signoret y Raf Vallone) y la poesía trágica de sus obras se impregnó en su celuloide. El entendimiento con la obra del poeta Jacques Prévert le consolidó y tras la llegada de la Nouvelle vague, su poética y contacto trágico con la realidad no tuvo el encuadre afortunado para responder a unos momentos más veloces que apadrinaron el cine francés de los años setenta. Pero a pesar de todo, Prévert sentenció una vez más: “No son seis o siete las maravillas del mundo; Solo es una: el amor.”
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