Título original: Joy.
Dirección: David O. Russell.
País: Estados Unidos.
Año: 2015.
Duración: 109 min.
Género: Drama.
Reparto: Jennifer Lawrence (Joy Mangano), Bradley Cooper, Robert De Niro, Édgar Ramírez, Isabella Rossellini, Virginia Madsen, Diane Ladd.
Guion: David O. Russell.
Música: David Campbell y West Dylan Thordson.
Estreno en España: 8 Enero 2016.
Calificación por edades: No recomendada para menores de 7 años
Es curioso cómo en algunas ocasiones se descubre que cierta reticencia para ver una película se convierte en una enorme admiración posterior. Ante un argumento entregado a la reivindicación de la mujer luchadora –muy explorado a lo largo de las tres últimas décadas y que ya Wyler construyó magistralmente con La señora Miniver en 1942-, el espectador va a descubrir a un gran talento: Jennifer Lawrence. Una actriz que ya despuntó maneras de gran estrella en La gran estafa americana (2013) y que, de la misma manera que Kim Novak encontró a su alter ego en un Hitch obsesionado por las rubias, la señorita Lawrence lo halla en el director David O. Russell en este extraño biopic de la figura de la empresaria Joy Mangano. No cabe duda que el contemporáneo director estadounidense sabe trabajar con sus actores y extraer de ellos el meollo de la cuestión, elaborando un profundo trabajo interpretativo en un astuto y magistral equilibrio fílmico, es decir el actor en equilibrio con la escena. La naturalidad de Lawrence contrasta con la apostura identificada de su compañero de reparto Bradley Cooper, la eficaz interpretación de De Niro y un plantel de secundarios que están en la mejor línea del cine clásico de toda la vida.
Esos testigos impertinentes de la puesta en escena al servicio del personaje de Joy, nos sumergen en un neorrealismo en la secuencia del aparcamiento donde la protagonista hace una muestra de su invento, o nos adentran en el universo romántico que se diluye en una poesía a través de unas palomitas de papel, de una caja rota que se cae sobre la nieve, de un fontanero que llega repentinamente al universo desvirtuado de una mujer madura y… Llega para quedarse. De las ambiciones de existencias que nunca fueron nada y pretenden serlo todo a través de los ojos de Jennifer Lawrence quien se corta el pelo en un acto de evolución sobre su propia vida, afilando las uñas para emerger en un mundo dominado por hombres, buscando su propia voz y, en este sentido el film de Russell se convierte en una pieza poética existencial y el director, que sabe muy bien lo que hace con la cámara, traspone el texto a un plano de una casa endeble de madera, sobre la nieve, sobre la alfombra mojada por una tubería que no funciona correctamente y que da paso a una mujer herida en su mano, pero no es su mano, sino su alma.
La mirada perdida de la actriz es un eco a aquella Meryl Streep de aquellos maravillosos años de La decisión de Sophie (1982) y a mi modo de ver, le confiere a la actriz de un aura de grande, de estrella y de muy tener en cuenta en los próximos años, porque esta veinteañera es un talento interpretativo de increíble solera y, me pregunto y espero no se apague pronto, como aquellas estrellas del Star System que con tan sólo treinta y siete años se encontraban desgastadas por el propio celuloide. Tiene la fuerza de convertir un personaje mundano en un arquetipo eterno y esto, sólo le corresponde a las grandes estrellas. El reparto se eclipsa ante su entrada en cuadro de cámara, ni siquiera el eficiente De Niro es capaz de robarle un plano y mucho menos una idea. Porque la película es una gran idea del director sobre una objetiva historia de consumo, trascendiendo la propia historia y convirtiendo la película en una idea pensada: la actriz J.L.
En una entrevista dijo que la serenidad llega a la gente mayor y ella buscó la serenidad en su corta edad y la modifico a gusto de su interpretación. Imprescindible verla en V.O. para apreciar los matices de los actores y sobre todo la sutileza del registro de esta actriz. Además, el director ha trasmitido grandes momentos líricos en un argumento que no pareciera disfrutar de estos, pero en las evocaciones familiares, los momentos adversos y ese clima denostado por la abundancia del mundo americano, ha encontrado su gran verso para dormir a la actriz sobre la moqueta de una escalera, vencida por el cansancio existencial, en un plano maravilloso, pictórico, poético de gran emotividad, para contrastarlo posteriormente con una mujer enérgica que se agacha a limpiar el zapato manchado de un tiburón empresario, con la misma dignidad que quedó soñando sobre sus temores y anhelos. En esta Joy de Lawrence he encontrado gestos de ese George Bailey de James Stewart en Qué bello es vivir (1946) de Capra, donde la adversidad transforma el rostro del ser humano y esta se convierte en un regalo para cualquier actor de talento. Espero que la Academia y los Certámenes Internacionales hagan justicia a una actriz a la que lo único que se le puede reprochar es su engañosa juventud. Creo que estamos ante un descubrimiento que Russell ya atisbó cuando decidió seleccionarla entre el casting de El lado bueno de las cosas en 2012. Es muy probable que el segundo visionado de la cinta sumerja al espectador en la pura contemplación de la actriz, de sus ojos infinitos y en la admiración de una mujer que anteriormente me había pasado desapercibida, que nunca me pareció poética pero que en esta película se ha despegado de su piel trascendiendo la pantalla, convirtiéndose en una Cenicienta y transformándose en esencia interpretativa bajo la varita mágica del eficaz y artesanal David O. Russell.
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