La búsqueda de la paz interior
En muchas ocasiones, al igual que sucede con el cine contemporáneo, el viaje cinéfilo nos cede al tiempo esos pequeños grandes errores convertidos en auténticos clásicos. Este es el caso de una película extraña y muy desconocida para el gran público e incluso para los amantes del más romántico blanco y negro de los años cuarenta: This above all o Sé fiel a ti mismo, dirigida en el año 1942 por el artesanal y sensible director ucraniano Anatole Litvak.
Una producción de la Fox en plena Segunda Guerra Mundial al servicio de su actor fetiche: Tyrone Power. Pero la cinta ya desde su arranque nos eleva a una profunda reflexión existencialista –tal como la traducción en castellano nos indica- con una fotografía sublime de Arthur Miller y un texto adaptado de la novela de Eric Knight (1941) –el creador de Lassie-, construyendo una película dentro del género de la psicología de guerra. Y es que, en aquellos años, los autores entendieron que la única manera de aceptar el conflicto era asumirlo psicológicamente como una realidad. El productor Sidney Franklin realiza filmes en esta línea (El puente de Waterloo) y Darril F. Zanuck se sube al carro con esta producción de Litvak donde el guiño subjetivo del trazo de un hombre en la sombra nos prepara para la aceptación vital de la deserción bajo el discurso patriótico de la heroína Joan Fontaine, la cual nunca estuvo en tan alta fotogenia como en esta cinta. El ucraniano sabe sacar lo mejor de su iconografía entregándonos unos planos detalle de la actriz que forman lo mejor de la historia del cine en blanco y negro. Actriz que accedió a realizar la película bajo la condición de ser incluida en el siguiente proyecto de La Ninfa constante (1943) dirigida por Edmund Goulding con su partenaire Charles Boyer.
Ni siquiera la sombra de Rebeca y Sospecha (1941) eliminan brillo a la interpretación de la actriz en Sé fiel a ti mismo, no sucediendo lo mismo con el flojo Ty que no consigue equilibrar el texto con su rostro en numerosas escenas. Pero el galán de la Fox de los años cuarenta estaba en gracia ese mismo año con The Black Swan, El cisne negro y unos años antes con su Mark of Zorro, siendo una seña estable en la taquilla americana. Esta extrañeza obtuvo el Oscar a la mejor Dirección Artística en blanco y negro y fue nominada a tres galardones, uno de ellos la comentada fotografía, de carácter realista y expresionista, alternando planos lejanos e íntimos y haciendo un uso objetual de todos los elementos fílmicos característicos del cine clásico. Litvak era un maestro demostrado y eficaz –recordemos Mayerling (1936) con el mismo Boyer- con la alternancia de la influencia de Lubitsch en las escenas cargadas de comicidad en la granja y en el hotel de Dover y en ese momento mágico en el vagón del tren donde la actriz se cambia de ropa ante la mirada atenta de los reflejos en los espejos como un encantamiento que nos cede la mejor imagen del amor a través de la actriz, con el movimiento de actores secundarios espléndidos –Thomas Mitchel y Gladys Cooper en ese descenso de las escaleras del hotel con el gesto fruncido y un rigor altanero que no necesita del apoyo del texto para expresar su aguerrido clasismo- y, en definitiva, con el recurso de emocionar al espectador evocando, una vez más, el espíritu fordiano.
El texto toma su fortaleza de una novela inspirada en el Polonius del Hamlet de Shakespeare, acto primero y escena tercera. La novela de Knight está considera la principal narración referente a la Segunda Guerra Mundial desde el ámbito de la psicología inglesa y es un autor imprescindible dentro del segundo tercio del siglo XX. Su obra, enmarcada en el romance de guerra, evoca los mejores momentos de un Douglas Sirk en el texto de Eric M. Remarque en Tiempo de amar y tiempo de morir. Memorias que son recogidas en la cinta de Litvak cubriendo el filme con un manto filosófico que revierte al modelo agustiniano de la luz interior y la búsqueda de la paz. Todos los anhelos que el guión manifiesta sobre el espectador se dirigen a la reflexión existencial del hombre y al verdadero sentido de la vida, el cual los protagonistas de la película encuentran en un amor trascendente, redimido de las ataduras sociales y materiales muy hábilmente expuestas por el director en el arranque de la película, en una puesta en escena de interior al mejor estilo clásico de un Hollywood que se nos antoja cargado de añoranza. Y es que, ahora, con el reciente estreno de Spielberg y El puente de los espías, la justicia del miedo vuelve a estar muy presente porque de un tema universal se trata, porque universal es el miedo del hombre, como nacer y morir, porque las preguntas siempre serán las mismas y la búsqueda interior nunca se eliminará del ADN del ser humano por mucha tecnología que nos invada. En la cinta hay una enorme reflexión al sentido que tiene para la vida el alcance de poder tecnológico a través del armamentismo. ¿No será la destrucción. La mayor desidia? –dice Ty- es “la del hombre que no se conoce a sí mismo y que no sabe a dónde va”. Sería un hermoso regalo iniciar la búsqueda de esta novela en inglés –difícil compromiso- pero el lector que consiga hacerse con un libro de la edición de Cassell -de este autor inglés nacionalizado americano- estará de enhorabuena. Son esos pequeños retos que se convierten en grandes empresas para los cinéfilos afamados y quijotescos a la caza y captura de “cosas raras”, como extraño es este filme de este gran maestro de aquellos años dorados.
Desde una soberbia dirección de producción, dirección artística y endeble banda sonora de Alfred Newman –quizás no hubo mucho presupuesto- la película se eleva en el tiempo como una joya cinematográfica de enorme actualidad por su argumento: el hombre que aprende a vivir en la guerra. Es por ello que ese año de 1942 William Wyler con Mrs. Miniver arrasó en la Academia, con una Greer Garson en estado de gracia y producida por el ya mencionado Sidney Franklyn. Debemos pensar que cuando Zanuck se enrola en el proyecto de Sé fiel a ti mismo, el gran Zanuck pensó que tenía una gran película en sus manos, lástima que la confluencia con Wyler le restara mérito y la interpretación de Power –quien hubiera necesitado de un Montgomery Clift, aún no aparecido para el cine- pesaran sobre el resultado final de este recuerdo de Dover bajo la luz crepuscular de las bombas alemanas y la mirada enamorada de una Joan Fontaine que se preparaba con anhelo para su Letter from an unknown Woman en 1948, bajo las órdenes de quien fuera, precisamente, ayudante de dirección de Litvak: el eterno Max Ophüls.
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