Tal como los cineastas franceses Straub y Huillet firmaron sus trabajos con un marcado estilo intelectual, y su asistencia a Abel Gance o Jean Renoir deja una marca imborrable en su cine (recordemos la Crónica de Anna Magdalena Bach de 1968), Joseph Leo Mamkiewicz fue uno de los grandes directores de esencia en el guion, en unos años donde si no era así, era muy difícil entrar a formar parte de los versos del gran poema que hoy en día constituye el cine clásico americano. Con sus fracasos y éxitos, (Cleopatra de 1962), se consagró como aquel escritor de raigambre intelectual europeísta (con un hermano artífice de aquel Ciudadano Kane de 1940 que Welles se apropió pródigamente).
Incluso en obras que pudieran parecer menores como esta señora Muir (Gene Tierney) enamorada de su Rex Harrison etéreo, en un tono fantástico de comedia (como sucediera con El fantasma de Canterville de Jules Dassin en 1944), Mankiewicz pincela desde el texto de la novela de R.A. Dick (seudónimo de Josephine Leslie) y la adaptación de Philip Dunne una obra enormemente lírica, como si la película fuera un gran cuadro y a la manera de Da Vinci construyera “una poesía que se ve”.
Lirismo en la fotografía de Charles Lang Jr. que nos impresiona en la retina con esas luces crepusculares de una playa que traerá el recuerdo del fondo del mar, de unos acantilados que nos adentran en el paraíso perdido de la señora Muir en su casa que mira al faro, de una ciudad que se le rompe como una tela de araña al querer alcanzar la vida en otro plano. Todo lacerado con la descriptiva partitura de Bernard Herrmann (también colaborador de Welles), en una de sus partituras que presagian su gran trabajo con Hitchcock en Vértigo de 1958. Un sentido poético que se resume en un plano donde un coche se desliza lentamente por el sendero vislumbrando el acantilado roto sobre la luz, el campo con el ganado pastando en un trueque bucólico con la tradición clásica y la inmensidad de una playa que acoge al viajero del mundo interior y del mar. Es el escondite perfecto para que un fantasma redima su pasado sin ser alterado por el presente.
La gran paradoja del director es la visión filosófica de como el hombre cae en las redes de los fantasmas de su emoción interna. Algunos la desvanecen con el contacto con la ciudad, la realidad objetiva. Otros la mantienen tensa la red para que la araña de la esperanza aguarde su momento, retratado en la escena final donde ambos caminan juntos hacia la eternidad. Porque como dijera Carlomagno, “el sueño de los que están despiertos es la esperanza”.
Tan viva está en la señora Muir que escribe una novela redactada por un fantasma. ¿Imaginan cómo puede llegar a ser esta experiencia? Debemos de convenir que ha de ser al menos sublime. Y es en ese tono donde se alcanza en la cinta el momento más poético. El gran S. T. Coleridge calificó el amor como verdad de sublime grandeza, en la misma entonación que su obra poética poseía. Y esa es la poesía de Mankiewicz, al igual que hiciera en La Condesa Descalza de 1954, con esa Ava Gadner como “el animal más bello del mundo”, como si al igual que en la señora Muir la experiencia sensorial consistiera en admirar, y finalmente ver un cuadro sobre la existencia.
Un asunto que transcribe el universo de Oscar Wilde en la contemplación de la belleza y donde Mankiewicz construye un sentido ético y estético. Ético porque la moral de los personajes descansa en el sentimiento, a la manera de Annatole France, o en la propia veneración de la vida más allá de la muerte. Estético porque la palabra del director está plagada de una puesta en escena subjetiva, de reverberación psíquica a la manera de Joseph Albers que nos dice que “el efecto psíquico es una experiencia estética evocado por la interacción de colores yuxtapuestos”, que en el caso de la cinta se componen de planos y luces del académico blanco y negro del director de fotografía. Y todo ello para evocar y extender al espectador una invitación a través de la puerta del otro lado, con ese Rex Harrison que espera de espaldas a la luz que asoma por la ventana, ese fragor que eleva el tono del guion hasta esa mirada estoica y actitud de melancólica espera de Gene Tierney.
Pero el astuto Mankiewicz disfrazó en su poesía la construcción de un personaje femenino fuerte y amo de sus decisiones frente a los estereotipos manejados por los grandes estudios y diluyó los tintes materialistas de la familia de la señora Muir. Una historia de fantasmas que sustenta el vacío familiar que dejó en muchos hogares la Segunda Guerra.
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